domingo, 10 de enero de 2010

La primera nevada

No recuerdo la primera vez que vi el mar, quizá porque desde pequeño me fue familiar y cercano. Por eso siempre fuí más de playa que de montaña, y más del verano que del invierno, más del calor que del frío.
Huyo del frío, le temo, me duele el que cala los huesos. Y siempre intento evitarlo. Que pase pronto, que se vaya cuanto antes. Que no venga.
Por eso nunca fui a su encuentro, no quise conocerla. Sé que pasó por la tribu hace más de cincuenta años, más de los que tengo, un dos de febrero del 54 del pasado siglo, y desde entonces nunca había vuelto... hasta hoy.
Hoy he conocido la nieve. Hoy he visto nevar. Ha sido mi primera nevada. Y sin salir de casa. Ha sido ella la que ha venido al encuentro.
Y reconozco que me ha emocionado. He pensado que en mis casi cuarenta inviernos nunca había tenido ocasión de ver cómo caían esos copos blancos suavemente sobre mi pueblo, siempre cálido, y levemente llenaba el paisaje de un blancor desconocido por estos lares.
Ha sido bonito mientras ha durado, porque lo inusual del acontecimiento ha llenado el pueblo de una armonía desconocida. De repente se olvidaron problemas y todos fuimos con alegría a dar la bienvenida a la nieve.
Fue una sensación tan hermosa, tan especial, que ahora que lo recuerdo, mientras estuvo nevando no sentía ni el frío.
Y aunque sigo siendo partidario de los cuarenta grados de agosto, espero que no tengan que pasar otros cincuenta años para que la nieve vuelva a visitarnos.

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